Las celebraciones navideñas de ninguna manera son fábulas o
cuento de hadas, al contrario, nos confrontan con la realidad. El cristianismo
no es simplemente una doctrina, tiene su fundamento en el rostro de una persona
llamada Jesucristo. La ternura del Nacimiento no tiene nada de infantilismo o
de algo puramente sentimental, el portal de Belén más bien nos presenta una
escena de servicio muy concreta, María y José, así como los pastores y los
Magos, nos dan ejemplo de un serio compromiso, llamándonos a servir a Dios en
la humildad de un Niño que se identifica con los pobres y marginados.
La fuerza del pesebre consiste en la bondad de Dios que
asume nuestra carne para servir hasta dar la vida en la Cruz. El pesebre es ya
un anticipo de la Cruz, donde un día será puesto de manera humillante el Dios
de la Gloria. Entre las pajas se nos manifiesta la bondad divina de Aquel que
viene al mundo abajándose hasta el extremo.
La Navidad no es un pretexto para que seamos conformistas y
nos quedemos contentos en la mediocridad. Más bien Jesús se pone a nuestro
nivel para abrirnos una perspectiva a ideales grandes; el corazón humano se
engrandece en la medida en que nos disponemos a imitar a Jesús. El camino de la
infancia espiritual es exigencia de un amor sin límites.
Esta paradoja de la grandeza en la pequeñez es el misterio
que nos descubre la Navidad. Un Dios Niño envuelto en pañales, arrullado en los
brazos de María y custodiado por José, es la esperanza para todo el pueblo. La
estrella que se detiene sobre el portal iluminará al mundo entero. La Sagrada
Familia llevará, en medio de sus angustias, la enorme alegría que habrá de
consolar a cuantos se acerquen con fe a contemplar al recién nacido.
Dios Padre, que quiso poner en manos de María y José a su
Hijo hecho hombre, quiere también hoy confiarlo a nuestro cuidado. Nosotros,
igual que la Virgen y su Esposo, debemos hacernos cargo de la esperanza
evangélica, acogerla y cuidarla con todo esmero para poder transmitirla a la
sociedad, especialmente en estos tiempos difíciles de crisis. El Misterio que
contemplamos debe llevarnos al compromiso de vivirlo en favor de los demás. En
medio de propagandas comerciales y políticas, entre gritos estridentes y
músicas que aturden, estamos invitados a contemplar en un silencio profundo el
Misterio de la Navidad. La oración cristiana, si es auténtica, no nos lleva a
encerrarnos en nuestra propia interioridad, sino que nos impulsa a hacernos
cargo de la vida de la gente, especialmente de los grupos más débiles de la
comunidad.
La Navidad es un misterio de bondad. Una bondad que no es un
sentimentalismo pasajero. En ese pequeño Niño, afirma San Pablo, “aparecieron
la bondad de Dios, nuestro Salvador y su amor por los hombres” (Carta a Tito
2,11). La bondad del Padre celestial resplandece para nosotros en la oscuridad
del pesebre. Ahí hemos de pedir una gracia: el deseo y el propósito firme de
ser buenos. Cuando Jesús respondió al joven rico “Nadie es bueno sino sólo
Dios” (Lc 18,19) nos quiere dar a entender cuál es el origen y la fuente de
toda bondad, nos muestra el camino para llegar a ser buenos, para dejarnos
compenetrar de la Suma Bondad que se nos manifestó en Belén.
En una homilía de Navidad, cuando era Arzobispo de Buenos
Aires, el papa Francisco decía: “Trabajando, rezando, luchando, sin cruzarnos
jamás de brazos, acercándonos a las personas a quienes se les cierran las
puertas para ayudarlos a que se les abran otras, sosteniendo a nuestros
ancianos que sufren y asimilando su sabiduría, preocupándonos del crecimiento
de nuestros niños; hoy se nos pide, delante del Niño que es la Luz capaz de
disipar las tinieblas, que seamos fuertes con la certeza de que para Dios nada
es imposible, aun en medio de la desolación, de la destrucción y el rechazo”.
De: S.E. Mons. Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia
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